La Política de los Guerreros
Robert Kaplan es un periodista norteamericano que escribe habitualmente en la revista The Atlantic Montly, autor de varios libros y consultor de la US Army Special Forces Regiment. En Enero publicó su último libro, que en español se traduce como La Política de los Guerreros, Por Qué el Liderazgo Demanda un Ethos Pagano, editado en Chile con el título El Retorno de la Antigüedad.
Su influencia política e intelectual se ha incrementado luego de anticipar varios de los conflictos mundiales del último tiempo, en particular de los Balcanes y del complejo Afganistán-Pakistán.
El texto de Kaplan ofrece una novedosa mirada sobre la inestabilidad e incertidumbre del actual orden mundial y, al mismo tiempo, plantea asuntos claves de ética política, sobre todo de una ética de la acción.
Kaplan afirma una perspectiva general “pesimista” de ver el mundo. Las nociones de pesimismo constructivo, escepticismo y sentido trágico de la vida cruzan toda su obra. Acoge de esta manera una tradición del pensamiento que viene de Tucídides, Maquiavelo, Hobbes y, contemporáneamente, de Isaiah Berlin, hasta empalmar con el realismo, predominantemente anglosajón, en política exterior.
Un elemento central de esta visión es considerar al ser humano como una especie imperfecta, egoísta y peligrosa. Para Kaplan no se trata de un simple nihilismo. Por el contrario, le parece una visión realista, y la única que puede fundar un real espíritu constructivo. El sostiene que la visión moderna que afirma el ideal del “progreso” como evolución inevitable de la humanidad y de un hombre que se perfecciona moralmente, ha sido fuente de las peores atrocidades políticas.
Esbozaremos aquí tres ejes y derivaciones de la visión de Kaplan.
Primero, el mundo que viene no será mejor del que vivimos en el siglo XX.
Los peligros políticos de desorden y anarquía mundiales están provocados principalmente por la propia dinámica excluyente del capitalismo global. Para Kaplan la primera consecuencia de la globalización es la división más clara en dos clases: la de los nuevos ricos emprendedores y un nuevo sub-proletariado que habitará asentamientos en expansión rodeando las grandes ciudades de Africa, Eurasia y América del Sur.
Sostiene, a partir de esto, que la proliferación de movimientos populistas y de nuevas formas de terrorismo a escala planetaria es inevitable; y ya está en desarrollo. El mayor riesgo es que usan eficazmente las tecnologías de información y más países tiene armas nucleares y biológicas: “la aceleración de la tecnología científica en genética, biología, óptica e informática abre nuevos e inmensos horizontes a la producción incontrolada de armas”. Si agregamos fenómenos como el sida, el calentamiento del planeta o la clonación de seres humanos diseñados genéticamente con fines militares, tenemos un cuadro bastante alejado del ideal optimista que la modernidad ha prometido.
Kaplan percibe que el “enemigo” de Estados Unidos y del bloque Occidental será muy diferente y nada de convencional. Sus soldados están preparados para derrotar a otros soldados, pero estos enemigos no están dotados de disciplina y profesionalidad, sino que son “guerreros primitivos erráticos, de lealtad voluble, acostumbrados a la violencia y sin intereses en el orden civil”. Kaplan sostiene que esos son los rasgos de “los ejércitos de adolescentes asesinos en África Occidental, las mafias rusas y albanesas, los traficantes de droga en Latinoamérica, los terroristas suicidas de Cisjordania y los cómplices de Osama Bin Laden, que se comunican por correo electrónico”.
Para Kaplan este mundo no parece, en definitiva, uno en el que se verifique un progreso y mejoramiento creciente en las relaciones humanas. Se trata, más bien, de los mismos conflictos de antaño, agravados por la explosión demográfica, las diferencias más radicales y los nuevos recursos de guerra.
La premisa “pesimista” es que el hombre no es menos peligroso que antes, para concluir que “nuestro mundo no es sino una continuación del antiguo”. Su conclusión es que nada asegura las aspiraciones de paz y estabilidad mundiales, con las cuales se realizan muchas de las proyecciones políticas y económicas.
Segundo, el liderazgo requiere ejercer las virtudes de una “ética pagana”.
Para abordar este problema Kaplan se concentra en la noción de la virtud de los gobernantes y en el tema de la posibilidad de una moral universal. Maquiavelo y Kant ordenan respectivamente ambos temas, mientras Hobbes cruza todo el libro.
Respecto de la virtù maquiaveliana, destaca el manejo del ex-Primer Ministro israelí Isaac Rabín en la crisis de la primera Intifada de 1988. Cuando era Ministro de Defensa, instó a los soldados israelíes a “romperle los huesos” a los manifestantes palestinos. Su actitud le permitió el apoyo de los ortodoxos aún cuando encabezaba la lista laborista en las elecciones de 1992. Una vez como Primer Ministro, Rabín utilizó sus plenos poderes para firmar la paz con palestinos y jordanos. Para Kaplan, Rabín tuvo virtù: fue severo para no perder el control, pero no lo suficiente como para inviabilizar una futura negociación. Es decir, fue eficaz. Kaplan no piensa lo mismo de Pinochet, quien –sostiene- “empleó una violencia excesiva, y por lo tanto carece de virtù maquiaveliana”.
Y, a su vez, el actual conflicto del Medio Oriente muestra que a pesar de la paz buscada, que expresa una convicción moral portadora del “interés universal”, aparecen liderazgos que -de un plumazo- la cuestionan y reponen el orden de las cosas al predominante en la historia humana: el que Hobbes definió como de guerra de todos contra todos o estado primitivo pre-contractual, donde aún no existe el Leviatán.
Con todo, Kaplan otorga gran relevancia al argumento moral de Kant, que es uno de los pasajes más notables del libro.
El señala que Kant, al saber que “los cálculos egoístas se ocultan detrás de tantos argumentos supuestamente morales, … critica el ‘moralismo político’ que tacha al adversario de inmoral simplemente a causa de una diferencia política”. Y agrega, “ya que ‘el examen de conciencia más intenso’ no nos permitirá ver ‘más allá’ de nuestros motivos y los de los demás, la prueba de la acción moral sólo puede deducirse de la razón, nunca de la mera experiencia”.
Para Kaplan lo relevante del punto es que Kant no niega la existencia del mal, sino que “precisamente porque el mundo de la política es tan confuso, la filosofía moral no puede depender de lo que ocurre en él, de lo contrario los hombres no tendrían ideales”, por ello, “Kant no puede ayudarnos a resolver el mundo tal como es. Pero sí puede ayudarnos a comprender mejor los valores por los que luchamos”.
Kaplan no ve una síntesis teórica entre la “moralidad de los resultados” y la “moralidad universal”. La política continúa basándose en la justificación, que es, en opinión de Kaplan, lo que hace que siga existiendo una cierta parte de integridad inherente al proceso de toma de decisiones, “por muy sórdidos que sean los motivos internos que lo impulsan”; vale decir, “los hombres inclinados a hacer el bien –y los que tienen la responsabilidad del bienestar de otros muchos- deben saber cómo ser malos de vez en cuando…”. En este punto Kaplan reduce la reflexión –y el pesimismo- de Maquiavelo, que si bien reconocía esa dificultad de los gobernantes, consideraba que esa necessità podía y debía ser regulada por ideales, no sólo morales: aquellos propios de una ética de la razón de Estado y de los valores que encarnan la aspiración de grandeza y gloria de los líderes.
Kaplan apunta a que en el límite de la “razón de Estado” es útil considerar la prevención kantiana: “si los estadistas persiguieran sólo una moralidad de consecuencia se ahogarían en el cinismo y el engaño. Deben meditar por lo menos sobre cómo, en palabras de Kant, ‘deberían actuar’: porque en un mundo completamente falto de una moralidad de intención, muy pocos dirían la verdad o cumplirían sus promesas”.
Esa reflexión sobre Kant es una antípoda de la “moralidad de resultados”, pero sin camino intermedio, que nosotros –a diferencia del pesimismo de Kaplan- creemos que sí es posible, y nos mueve a reflexionar sobre una ética de la acción.
La lógica de la decisión política debe ser capaz de reponerse a estos cuestionamientos, porque –finalmente- sólo quien actúa en razón de sus objetivos y valores y lo hace eficazmente, resulta un gobernante exitoso.
Valga esta opinión también en el caso de nuestros debates: pensamos que es necesario contener tanto la legitimación del cinismo como la retórica moralista que carece de realismo.
Tercero, el “discurso del optimismo” en política está en crisis y puede ser muy irresponsable.
Para Kaplan los políticos virtuosos son aquellos que desde un punto de vista escéptico y realista son capaces de discernir aquello que no tiene solución y enfrentar las soluciones posibles con fuerza y determinación. Esta noción nos parece útil para apreciar tanto la política exterior como la interna.
En cuanto a la política exterior, no hay fundamentos para asegurar un horizonte de estabilidad mundial. No hay equilibrios de poderes que aseguren estabilidad y siguen latentes conflictos de distinto tipo. Tampoco hay fundamentos para despejar las inestabilidades económicas mundiales. Por cierto, existen fuerzas para contener los efectos destructivos de las nuevas guerras, tal y como existieron luego de las guerras mundiales en el siglo XX. Pero, ni el tratado de Briand-Kellogg de 1928 que proscribió la guerra evitó la Segunda Guerra Mundial, ni los avances de las Naciones Unidas han evitado las actuales ni la violación sistemática de los derechos humanos.
Para Kaplan, estamos lejos aún de la materialización de un Leviatán global, lo que refuerza la idea de que es el realismo la aproximación más adecuada para un mundo hobbesiano pre-contractual. Eso lo lleva a plantear que sólo los Estados Unidos, más que las Naciones Unidas, podrían convertirse eventualmente en aquel Leviatán. Pero ello requiere una solvencia moral, una ductilidad política y un vigor económico y cultural, que todavía están en cuestión. Por este motivo crece la atención al liderazgo emergente de China en el mundo. Si se mantienen las tendencias actuales, se prevé que en 25 años China va a tener un PGB superior al de Estados Unidos.
En cuanto a la política interna, los gobiernos debieran considerar que el horizonte futuro del que podemos hablar se presenta incierto e inestable. Kaplan señala “así como la vanidad y el exceso de confianza pueden cegar a los hombres, el miedo puede hacerles ver con claridad y actuar moralmente”. Además, saber con certeza los objetivos y problemas que realmente pueden resolver.
Este razonamiento nos sugiere un discurso político realista que se sustraiga de promesas irrealizables, y que sitúe su prioridad en las fortalezas que es necesario cultivar para hacer frente al riesgo y la incertidumbre.
Nótese que la simple noción de “optimismo” tiene, en nuestra cultura, un defecto: para la mayoría de la población está asociada a soluciones que vienen o se otorgan desde el Estado o –ahora último- de los empresarios. En Chile no existe una cultura emprendedora y de iniciativa, que es la única que puede hacer frente a las características de la nueva economía mundial, móvil, ambivalente y de rápido reemplazo en los ciclos de valor de los productos, por efecto de las nuevas tecnologías.
En definitiva, no es el optimismo el que desata fuerzas creativas y fortalezas. El optimismo supone la espera pasiva de un futuro mejor que debe sobrevenir. El pesimismo constructivo, en cambio, es el real espacio donde se prueba y forja el liderazgo. Los héroes antiguos se constituían en tales desde el límite y el sufrimiento, desde la conciencia de lo árido del camino y de la dificultad. En ese marco, el eje discursivo es la lucha, no un paraíso lejano, abstracto y poco creíble.
Por ello, la proclamación de promesas que se sabe superan lo realmente previsible y que buscan generar un clima artificial de optimismo, son cada vez más riesgosas, porque afectan la credibilidad y la autoridad de la política.
En definitiva, leyendo a Kaplan nos queda el sabor de un mundo en guerra y que las guerras no son lo que eran antes. En Chile no nos hemos dado cuenta de esto y nuestros debates adolecen de realismo, prudencia y audacia.
Mauricio Bugueño, Marco Bugueño, David Henríquez y Jorge Insunza