Mis Análisis

La Lógica del Perdón: Naturaleza y Problemas

La colusión de las papeleras repuso la crisis general de confianza y, desde luego, tiene muchas aristas de efectos públicos: la credibilidad empresarial, la reacción de sus organizaciones gremiales, el funcionamiento de los organismos fiscalizadores, el estándar de la norma regulatoria y la reposición de su sanción penal, el clima de opinión pública del país, el impacto simbólico de este caso respecto de la tradicional familia Matte y la reacción de las élites, entre otras.

Una de las vetas más políticas de este episodio es la petición de perdón efectuado por el Presidente de la CMPC, Eliodoro Matte. Hubo una valoración transversal a ese gesto, pero –asimismo- el juicio compartido fue que no era suficiente. De hecho, el foco inmediatamente posterior ha estado en la credibilidad de su afirmación sobre el desconocimiento de estas acciones de colusión de sus ejecutivos y cuáles serán los actos consistentes con esa traición a su confianza.

La cuestión del perdón, como es natural, tiene un efecto más global, no solo respecto de este caso de colusión en particular, sino de cómo la sociedad chilena está procesando los escándalos públicos acumulados este último año. La débil aceptación al gesto de Matte y, en general, el predominio de la ira y el malestar hacia el poder, revelan un problema más grueso, más hondo, que debe ser ponderado, porque alude a cómo la ciudadanía está reaccionando a ellos, donde predomina el escepticismo o un abierto desdén o, luego, bajo qué condiciones está dispuesta a acogerlo o si al menos concede un principio de buena fe o reconoce y valora su sinceridad.

En su columna del martes 3 de Noviembre en El Mercurio el sociólogo Tironi plantea que “obtener el perdón y la absolución de los pecados está en el centro de la tradición judeocristiana” y que otorgarlo es –citando al Papa Francisco- un “signo del primado de la misericordia”. Agrega, siguiendo la doctrina católica en esta materia, que “el perdón y la indulgencia, sin embargo, no son otorgados sin condiciones: exigen un genuino arrepentimiento, la reparación del mal cometido y la voluntad de no reincidir en las mismas conductas; en otras palabras, exigen una transformación”. En una columna anterior, el 5 de Julio pasado, a propósito del triunfo de la selección chilena de fútbol, Tironi ya había esbozado una tesis similar destacando la actitud del técnico Sampaoli y los jugadores respecto del accidente del jugador Arturo Vidal, al sostener que “estos, en vez de seguir la inercia de los tiempos y crucificarlo, lo recogieron y lo ampararon”, lo que para él era una metáfora de la “compasión” que necesitaba Chile, haciendo un paralelo con el rol de la madre en una familia, esto es, “una figura que en vez de juzgar, comprende; que en lugar de condenar, perdona; que antes de separar, une”.

Esa lectura cristiana sobre el momento del país tiene, sin duda, un gran peso en nuestra cultura y hábitos. Hay un sentido común profundo en ello. Sin embargo, a pesar de esa esperanzada reflexión, lo que sigue ocurriendo es que no emerge la misericordia. Ese fenómeno no se está produciendo. No hay signos de indulgencia y hay poca predisposición a conceder siquiera la presunción de buena fe.

¿Por qué ocurre eso? ¿Qué está condicionando esa actitud? ¿Hay algo meramente circunstancial, propio de este momento, o algo más profundo o estructural?

Es necesario revisar, aunque sea sucintamente, la naturaleza de este problema para luego explorar algunas aristas políticas de este estado de ánimo.

Primero, la descripción de Tironi es propiamente católica, es decir, de una tradición relevante, pero no única del cristianismo; y, al mismo tiempo, la cuestión del perdón o más genéricamente de la purificación o la reparación de un mal causado tiene expresiones en todas las religiones –teístas y no teístas- y en prácticamente todas las culturas ancestrales conocidas.

Esto es, hay una antropología esencial que relativiza la creencia de que puede haber algo peculiarmente complejo o difícil en las actuales circunstancias. La tentación de tratar estos fenómenos bajo los códigos de la modernidad racionalista puede ser muy reduccionista. En rigor, hay muchos momentos semejantes en la historia y tienen ciclos más o menos recurrentes de evolución.

La cuestión del perdón ya fue objeto de un amplio debate en Chile en los años ’90, a propósito de las condiciones de la reconciliación en materia de violaciones a los derechos humanos. En esa ocasión, la Iglesia Católica planteaba la estructura y condiciones que lo permitirían, desde su doctrina y sacramentos: la confesión, el reconocimiento del mal causado, el propósito de enmienda y la reparación. Cada uno de esos pasos tiene sus ritos y símbolos encaminados a generar un clima de paz y armonía, esto es, para crear condiciones espirituales para la misericordia y para una posible indulgencia hacia el que causa un mal.

Asimismo, en todas las vertientes del cristianismo se tiende a pensar que el perdón no solo es, a consecuencia de ese proceso, algo concedido al que agravia, sino sobre todo es una liberación del dolor en los afectados, que podrán dejar de sufrir las consecuencias del martirio de ese agravio, esto es, no seguir atrapados por ese dolor. Ese es, al final, su propósito restaurador.

Como sabemos, en ese entonces y hasta ahora, a pesar de las comisiones Rettig y Valech y de la Mesa de Diálogo post detención de Pinochet en Londres, no hubo confesiones sustantivas ni acciones de reparación que permitieran conocer fehacientemente el destino de los detenidos desaparecidos. Lo que prevaleció fue la lenta acción de los Tribunales de Justicia en casos determinados. De hecho, como tema de sociedad sigue latente desde el dolor y la ira.

En la tradición protestante hay una distinción relevante respecto de esta lectura católica, que importa a efectos del actual debate político en el país.

El ataque de Lutero a la corrupción de la Iglesia Católica de entonces se estructuró en torno a la crítica teológica de las indulgencias y de dar a las “obras virtuosas” un carácter salvador o meritorio para la vida eterna. Su afirmación era, en cambio, que la salvación viene por la fe en la sola gracia. Este es el punto central donde se sitúa la Doctrina de la Justificación. El hombre, por el pecado original, siempre será pecador y, por lo tanto, el hombre mismo no cambia, sus obras siguen fundadas en ese vicio y no es por ellas que se hará justo, sino sólo por la fe y por la “gracia”, que es un gesto gratuito de Dios. A partir de ello, luego, reconoce el sacramento del bautismo, pero no le otorga la purificación de los pecados como lo plantea el catolicismo. Y, asimismo, toma distancia de la penitencia como capaz de resarcir los pecados posteriores al bautismo.

La salvación por la fe, sin mediación de la Iglesia ni de las obras, establece entonces un vínculo personal con Dios, que –como se ha tratado profusamente en la historia de la filosofía moderna- deriva también en una enorme exigencia de conciencia individual, que es a la vez una libertad y una obligación moral. Asimismo, en su disputa con la Iglesia Católica, Lutero pretende limitar el poder de la Iglesia respecto de los asuntos públicos y sostiene, como contraparte, que “si el poder secular pretende dar una ley al alma, invade el gobierno de Dios”.

Esa distinción no solo derivó en una creciente separación entre Estado e Iglesia, sino también –para efectos de la cuestión del perdón- en considerar como asuntos diferentes la censura política por una legítima diferencia en los temas públicos y el cuestionamiento moral de la autoridad. Pero esa distinción no es desasimiento de la cuestión política. Al contrario, como lo exploró el filósofo norteamericano Michael Walzer en su libro La Revolución de los Santos, el calvinismo cultivó la noción de la responsabilidad moral de los líderes y, más aún, su deber de producir transformaciones políticas a partir de su fe, esto es, de sus convicciones. La tesis de Walzer es que esa tradición puritana es una de las fuentes de las posiciones políticas radicales modernas, del calvinismo político anglosajón, del jacobinismo francés y de los bolcheviques rusos.

Luego, volviendo al punto del perdón, la falla moral de un líder es por lo tanto más grave y determinante y, en general, objeto de una más severa recriminación, en muchas ocasiones insalvable. Se la asume como una falla esencial, de índole o de carácter, que requiere casi un renacimiento, sólo posible en comunidad con Dios.

Ese espíritu radical está muy presente en el actual clima político y, de hecho, hay núcleos extendidos de las élites que se han apropiado de ese código calvinista, que en el fondo tiene poca esperanza en la redención y es más propensa al castigo que a la indulgencia. Si se revisa los casos de políticos anglosajones afectados por escándalos, se verá que la regla general es su inviabilidad política futura. No ocurre, por ejemplo, que un Berlusconi sobreviva a ellos como sí sucede en Italia.

Estas dos visiones cristianas pueden ser complementadas, enseguida, por la mezcla de los relatos paganos, que también están muy presentes en la ontología occidental. Por cierto, en muchos aspectos convergen y se nutren unos y otros.

El académico norteamericano Joseph Fontenrose, en su libro Python, del año 1959, estudia las conexiones de los mitos de la antigüedad y se concentra, luego, en la estructura compartida de “los mitos de combate”, al sostener que “los mitos, leyendas y cuentos populares de la humanidad están llenos de relatos de dioses y héroes que encuentran y derrotan dragones, monstruos, demonios y gigantes”, que se ha interpretado representan distintos desafíos de la humanidad.

Para los efectos de este análisis, importa considerar que en su descripción de la estructura clásica de estos mitos Fontenrose afirma que los dioses o héroes enfrentan siempre a un gran enemigo, de “propiedades extraordinarias”, que suele ser “un espíritu de muerte, demonio maligno, espectro, que surge del mundo inferior” o que es “viento, inundación, tormenta, plaga, hambruna, sequía”. Muchas de esas luchas se fundan en una penitencia o un sacrificio por haber cometido un error o un sacrilegio o deben sufrirlas para alcanzar la gloria o llegar a ser dioses. Sostiene, asimismo, que en esos desafíos “el campeón casi pierde la batalla”, “sufre una derrota o una muerte temporal”, es susceptible al engaño y a la seducción, en muchas ocasiones necesita y obtiene la ayuda de otro dios o héroe y que, cuando finalmente gana, “castiga al enemigo, incluso después de matarlo, encerrándolo en el mundo inferior o bajo una montaña, o mutilándolo o cortando o dejando abandonado su cadáver”. Incluso, esta última característica, de dejar “abandonado su cadáver” era en la tradición griega un máximo sacrilegio y, de hecho, la pena mayor para un crimen era negar la sepultura del condenado a muerte.

Asimismo, un aspecto recurrente, y que importa para estos efectos, es que después de ganar y celebrar su victoria muchas veces el héroe “se purifica de la contaminación de la sangre” y, más aún, normalmente muere a causa de una herida o envenenamiento de la batalla.

Vale decir, hay una suerte de condena o exigencia de reparación por la injuria, por romper una regla o por ceder a las pasiones, pero también, incluso respecto de una obra considerada buena o valiosa en el relato mítico, que le ha representado alcanzar la gloria buscada, la batalla deja una estela en el héroe que requiere de una “purificación” o le causa irremediablemente la muerte.

Estas alegorías importan, en estos casos, porque la actividad pública pertenece al mundo de los hombres, está sometida al sentido de la lucha y enfrenta dilemas, esto es, debe tomar opciones entre bienes o valores muchas veces equivalentes o difíciles de discernir; debe tomar opciones y elegir costos. Esto es, convive con las pasiones y con el dolor, el miedo, los intereses y las miserias que rodean la ambición y la ansiedad de poder. Esa es una referencia homologable a la que en los mitos de la antigüedad se hace respecto a que en sus luchas el héroe iba al reino de los muertos a librar un combate; es decir, luchaba en el infierno. Su “envenenamiento” pasa a ser una consecuencia inevitable de ese contacto con el mal y una fuente de su tragedia.

Una mezcla simbólica de todos esos fenómenos ronda la crisis actual.

Segundo, estas distinciones pueden servir para identificar algunos de los problemas del momento y orientar una toma de decisiones para su contención; no necesariamente para su solución.

En primer lugar, estas crisis tienen un momentum, esto es, condensan en un período tendencias latentes, y tienen su propio ciclo de evolución. La aspiración de buscar cierres rápidos o “soluciones” que se presentan como estructurales es algo voluntarista y, como ha ocurrido, ello suele precipitar errores que tienden a profundizar estas crisis, porque esos esfuerzos se asocian al intento de ocultar los hechos, expresan un abuso de poder que aumenta la desconfianza general y desatan círculos viciosos de disputa entre distintos sectores. En vez de contener, al final expanden las tensiones y conflictos.

En ese sentido, esta crisis no es muy distinta a otras similares, en el país y en el mundo. Ha tenido un comportamiento relativamente similar a la crisis del MOP-Gate, tiene remembranzas con la crisis de los gobiernos radicales en los años ’50 y, aunque bajo otros parámetros, contiene disputas políticas semejantes a las de los años ’20 y la gran inestabilidad política de los años ’31-’32. Por cierto, tiene pasajes comparables a la crisis italiana de los ’90.

Un factor tal vez más singular es que esta crisis encierra una suerte de “guerra civil” entre aquellas elites más tradicionales, políticas, económicas y culturales, y elites emergentes que han adquirido mayor poder y sobre todo autonomía respecto de los grupos predominantes. Hay una queja meritocrática de sectores que aspiran a ejercer liderazgo y que han construido un relato moral de su aspiración. En eso convergen con el espíritu jacobino, de ruptura y radicalidad desde su legitimidad. He ahí también su dureza y ánimo calvinista de sanción: las culpas deben ser severamente castigadas.

La “caída en pecado” de la familia Matte condensa mucho de ese resentimiento con las elites y al interior de las elites, incluso más fuerte que en la opinión pública, que ya ha perdido algo de su capacidad de sorpresa. La virulencia de ese sentimiento alimenta el círculo vicioso de la crisis y vuelve más lenta y pedregosa su evolución.

En segundo lugar, en todas las referencias religiosas y míticas que describimos la identificación del mal necesita una encarnación: alguien debe representarlo y concentrar el hito de la sanción.

Esa fue la fuerza simbólica que alcanzó la prisión preventiva de los socios de Penta y la imagen de Sebastián Dávalos, que afectó tan directamente a la Presidenta Bachelet. El imaginario de la sanción ejemplarizadora se ha diluido y es un factor de irritación hacia el poder, porque se asocia a la impunidad. El próximo juicio abreviado al ex-Senador Novoa va a ser un hito; relevante, pero relativamente acotado. El probable desafuero del Senador Orpis y la presión para que ocurra lo mismo con el Senador Rossi ampliarán el registro de la sanción, pero no van a tener esa fuerza dramática. Asimismo, el caso del ex–Ministro Peñailillo también se ha diluido como para que alcance ese carácter. Aunque pueda tener un efecto electoral, tampoco tiene ya ese impacto la citación a Enríquez-Ominami como imputado.

La tendencia a un ciclo de cierre y el debilitamiento mediático de los juicios es el escenario probable de los próximos meses, pero eso mismo dejará un ánimo de frustración en la opinión pública.

Al no existir ese momento dramático, al no haber hitos catárticos, la pregunta es cómo instalar simbólicamente el quiebre de una etapa.

En parte, ese era el rol de la agenda de probidad y transparencia. Sin embargo, la rutinización de su tramitación legislativa y, sobre todo, el abierto cuestionamiento de Eduardo Engel a las reformas debilitaron su potencia y legitimidad. Esa agenda se va a aprobar, pero carecerá de esa capacidad. Como era previsible, será un mínimo higiénico, se leerá como un deber básico o elemental que no dará espacio a la celebración de un especial mérito.

Enseguida, otra opción es hacerla desde un discurso político que se apropie de un espíritu laico, que se conecta con esas raíces de la ética pagana que describíamos. La apelación a la misericordia todavía es retórica y no hay ánimo ni disposición para ella y, por otro lado, el recurso del puritanismo radical deja una sensación de agotamiento e impotencia. Como no tiene poder, produce desesperanza y alimenta la actitud ácrata, es decir, profundiza la distancia hacia la autoridad y la actividad política.

El discurso político debería retomar los códigos de la filosofía del pesimismo constructivo, esto es, sincerar los yerros y límites de la naturaleza humana y, a partir de ello, definir valores y reglas que apuntan a contener esas pulsiones siempre existentes. Eso requiere un sentido de autoridad y alimentará nuevamente la necesidad del liderazgo fuerte.

En tercer lugar, es necesario explorar la noción del sacrificio.

Como vimos, ella es común a las tradiciones religiosas y paganas. Sin embargo, mientras en el cristianismo está asociada a la ofrenda para la salvación, que además es encarnada por la muerte de Cristo como “el cordero de Dios” para liberar a la humanidad, en los relatos míticos es en general el camino a la gloria, el esfuerzo penitente para la victoria en el combate. La naturaleza política de ese matiz es muy relevante.

La ciudadanía ha perdido el vínculo romántico respecto de la política, aunque aspira a ser representada por valores. Las personas no depositan su futuro en las decisiones públicas, aunque esperan calidad y eficacia en las políticas que se impulsen. La opinión pública es sensible al comportamiento ético de sus líderes, pero también asume su naturaleza humana y, más allá de eso, le concede autoridad a figuras con poder. Es decir, hay un juicio de realidad que opera e importa. Pero también la gente espera un espíritu de lucha, de determinación y de convicción en torno a ideas y propósitos significativos.

La incipiente recuperación de la Presidenta Bachelet está asociada a esos rasgos: hay constancia de su sufrimiento personal, de sus heridas y huellas; se ha restablecido desde la fortaleza, esto es, resucitó o sufrió “una derrota o una muerte temporal”, según se siga al cristianismo o los mitos clásicos; se percibe un esfuerzo de trabajo, activismo y liderazgo a pesar de la carga de los hechos; ella misma no trasunta odiosidades ni un ánimo beligerante a partir de vivido, esto es, no aparece contaminada por la ira; y, por último, está dando muestras de que ejerce su poder, que mantiene vitalidad.

Si se observan las últimas encuestas, su crecimiento es primero entre las mujeres y los sectores de más bajos ingresos y algo mejora en los independientes, que son más sensibles a esas variables. Los aspectos más duros del liderazgo, vale decir, los asociados a los resultados, seguirán siendo dominantes para los hombres y sectores medios.

Esa lectura de los relatos paganos sobre Bachelet puede ser un ejercicio útil para ponderar qué ocurre (u ocurrirá) respecto del posicionamiento de otros actores políticos y empresariales en esta crisis de confianza.