China, ¿Hacia el Imperio?
El Partido Comunista de China inició su XIX Congreso, que es el evento político más importante de ese país, porque define cada cinco años su equilibrio de poder interno y traza las orientaciones para los próximos años. Pero, a diferencia de otras ocasiones, la apreciación general en los medios internacionales es que este Congreso tiene mayor importancia, por el carácter de la visión que esboza el Presidente Xi Jinping.
El consenso de los observadores es que él va a robustecer su poder e influencia, sobre todo en dos claves: su idea de las reformas económicas, bajo un control más severo de los problemas que enfrentan; y, paralelamente, abordar su mayor dependencia de la economía mundial con una política internacional mucho más fuerte y activa.
Ambos aspectos constituyen una diferencia esencial de la política aplicada en las últimas décadas y, aún más, de la concepción de la política exterior China de Mao Zedong y Den Xiaopin, que inevitablemente tendrá efectos globales, por su tamaño e incidencia en el mundo.
Desde una perspectiva más amplia, sin embargo, reedita algunos rasgos de la tradición imperial de la antigua China, y también sus límites y dificultades. China es un actor auténticamente global, como lo fueron España e Inglaterra por varios siglos y Estados Unidos desde el siglo XX, sobre todo tras el colapso de la Unión Soviética.
Importa contextualizar la agenda que se plantea, porque tiene efectos en Chile.
¿En qué sentido hablamos de Imperio?
En Occidente la idea de Imperio está dominada por el mito de Roma, es decir, de un extenso control territorial a través de un sistema que aseguraba -con las potestades de imperium- la autoridad del César, la seguridad, el control y el intercambio comercial de las zonas gobernadas, la unidad legal de ellas y la extensión de su cultura. Es la noción de un súper poder que unifica, ordena y ejerce la autoridad de un modo relativamente absoluto.
Sin embargo, esa concepción es posterior a Roma y, de hecho, es más ideológica que histórica. Por eso decimos que es “el mito de Roma”, pero no el fenómeno romano y tampoco de los imperios posteriores.
Su formulación original está en las satrapías persas que Alejandro Magno recogió como modelo para organizar su Imperio y resolver el problema de las distancias y la articulación de sus dominios. En ambos fue más un sistema de poderes que “un” poder. No tenían esa pretensión absolutista, que es más propia de los orígenes iluministas de la modernidad.
El relato de Gibbon en su “Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano” se aleja sustancialmente de esa interpretación. La visión de diversos historiadores sobre el Imperio Otonamo y del Imperio Austro-Húngaro se asemeja a la de él en cuanto a que asumían el dato de realidad de las distintas culturas y tradiciones que cobijaban y que había autonomías inevitables que gobernar, aunque ejercían autoridad, imponían decisiones e incluso cometieron graves genocidios, como al pueblo armenio. La tradición del Imperio Británico fue más consciente de esa lectura de Gibbon y de su propia historia, que desde la Carta Magna institucionalizó un balance de poder al Rey.
Ya desde el siglo XIX se dejó de pensar en esos términos. Tras la derrota de Napoleón en 1815, que fue el último intento de reestablecer esa idea del Imperio Romano, el Congreso de Viena concibió la paz de Europa desde la idea de un equilibrio de poderes entre las distintas potencias. Y, paralelamente, como sostiene el historiador Eric Hobsbawm, a partir de la década de 1880 “aparece un nuevo tipo de imperio, el imperio colonial”, esto es, que “la supremacía económica y militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo; entre finales del siglo XVIII y el último cuarto del siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno u otro de una serie de estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, los Estados Unidos o Japón”[1].
En ese entonces, China era un antiguo Imperio que empezaba su decadencia frente a Japón, que lo derrotó en una guerra por el control de Corea. Y después China sufrió la presión colonial de Occidente, que adquirió en forma de arriendos, territorios o concesiones sin soberanía china, que fueron ocupados por Inglaterra, Francia, Alemania y Rusia. Ya no se trataba de conquistas de territorios ignotos, como lo fueron las expansiones europeas del siglo XV y XVI, sino el dominio de extensas regiones de débiles estructuras políticas y atrasadas condiciones económicas.
Ahí sobrevivía la lógica del equilibrio, pero como un hecho pragmático; ninguna potencia se imaginaba un dominio mundial, sino que buscaba asegurar primacía entre varios polos de poder. La mentalidad que sustentó las dos guerras mundiales del siglo XX mantendría este enfoque. El propósito de las potencias en ambas guerras era fijar nuevos equilibrios más favorables a sus intereses, no un dominio absoluto ni de Europa ni del mundo. De hecho, actuaron en alianzas y buscaron imponer desde la fuerza fórmulas de paz que aseguraran su superioridad, no el control total sobre las otras grandes naciones europeas.
La idea de una Pax Americana posterior a la Guerra Fría no logró alterar esa base de equilibrios y contención. Todavía es la única potencia económica y militar realmente global, pero primero tuvo que asumir el equilibrio económico y político de Europa y Japón, después el desafío de crear un Imperio Musulmán por Al Qaeda y ahora el Estado Islámico –que han fracasado en su intento- y la existencia de poderes regionales relevantes, como la propia China y el resurgimiento de Rusia y Turquía.
Sin embargo, hay un rasgo de esa noción de la antigua Roma que sí sobrevive y es necesario tener en consideración, porque sigue operando: la expansión económica es también una expansión política y cultural y, desde luego, militar. En algunos casos en alianzas con países o en otros interviniendo en su soberanía, formal o informalmente. En todos esos casos, es una articulación más amplia y compleja de intereses, es la voluntad de ejercer hegemonía y es la necesidad de contar con la capacidad de imponer su poder.
Luego, ¿por qué importan estas distinciones respecto de China?
En primer lugar, China tiene una tradición imperial, que se volvió decadente justo cuando Europa se expandía en el mundo y Estados Unidos empezaba a aparecer como potencia incipiente del siglo XX. La Dinastía Qing abdicó en 1912 después de una revolución que reflotó los nacionalismos internos. La república posterior no contuvo la dispersión ni el resurgimiento de liderazgos militares provinciales, los cuales agravaron la posición de China frente a Japón. El gran reemplazo de esa tradición imperial lo lideró Mao Zedong después de la II Guerra Mundial, tras derrotar a las fuerzas nacionalistas del Guomindang, que se replegaron en la isla Taiwán. En consecuencia, recién en 1949 se restaura un liderazgo chino único, esta vez en torno al Partido Comunista. En ese sentido, la unidad de China sigue siendo, hasta hoy, crucial en su política.
En segundo lugar, la aspiración china de transformarse en una de las principales potencias del siglo XXI se enfrenta a varios factores críticos internos, todos muy cruzados por cómo preservar su unidad: abordar el desequilibrio del producto entre sus provincias, muy concentrado en algunas ciudades y en las zonas de la costa oriental; evitar el desequilibrio a nivel del desarrollo económico-social de sus regiones, en especial de las zonas del interior; contener los conflictos étnicos que subsisten y que se alimentan por los desniveles de desarrollo, sobre todo en el Tibet y en la provincia de Xinjiang, de mayoría musulmana. Y, asimismo, busca la integración pacífica de Taiwán, asumiendo que una invasión militar es un conflicto regional y mundial de proporciones.
En tercer lugar, China asume con realismo que su mayor poder económico global y la expansión de sus intereses económicos en todos los continentes, suponen también una debilidad. Ya no depende de su economía interna, aunque antaño fuera frágil y pobre, sino que desde el punto de vista geopolítico está sujeta a otros poderes y más expuesta a la presión o al conflicto. Su necessità la obliga a pensar un poder político y militar global para resguardar sus intereses y posición de poder en el mundo.
Es decir, de nuevo se enfrenta a las necesidades del Imperio clásico, no como poder absoluto ni con pretensiones de dominio soberano, pero sí como un actor global con intereses globales.
Enseguida, ¿cómo se relacionan esos dilemas con su agenda y reformas?
Hay al menos tres nudos iniciales en movimiento.
En primer lugar, China está sincerando sus dificultades económicas y la concepción del Presidente Xi Jinping es que deben enfrentarlas desde un severo control de sus variables.
El diagnóstico que hacen actualmente es que el ciclo de gran expansión terminó, porque su estrategia de producción barata se agotó, el endeudamiento del país está en niveles insostenibles, la corrupción ha generado serias ineficiencias en el sistema y la contaminación medio-ambiental se transformó en un límite objetivo a sus capacidades. Una variable política de esa apreciación es que la autonomía de las provincias y las empresas estatales para fijar sus objetivos y metas y la falta de regulaciones para el sector privado son un factor en todos esos problemas. Es decir, la sujeción al poder central y la propia depuración hecha a partir de la lucha contra la corrupción, se plantean como una necesidad para poder aplicar las reformas y confrontar los intereses que se afectarán con ellas.
Son reformas económicas estructurales que -de nuevo- se plantean desde el ejercicio de la autoridad, desde el imperium.
En segundo lugar, desde hace años China impulsa un agresivo plan de inversiones en el extranjero. Esa política ha evolucionado desde la inversión en activos financieros en Estados Unidos y Europa, como factor de equilibrio de poder, hacia una inversión en activos estratégicos, para asegurar el suministro de recursos naturales, la asociación con empresas globales o de aquellas que están a la cabeza de innovaciones tecnológicas. En los últimos años, además, acentuaron sus alianzas con países y tienen un rol mucho más activo en los tratados comerciales.
Uno de los proyectos emblemáticos de esa ofensiva, al que Xi Jinping dedica especial importancia, es al proyecto de la nueva Ruta de la Seda, que en este caso adquiere más explícitamente esa condición de ampliar y robustecer las zonas de influencia y expansión de China. Es potenciar las rutas marítimas del sudeste asiático hasta el Mediterráneo y África, lo que incluye una red de puertos que China pasa a controlar o en los que tiene inversiones de largo plazo. También es resucitar la red terrestre que une el interior y norte de China con Rusia, el Asia Central e India hasta Turquía y el Medio Oriente, que incluye un rol más activo de los países de la Europa Central en el acceso a los mercados de la Europa Occidental. Esas rutas terrestres son carreteras, ferrocarriles y oleoductos y gasoductos, que van a desplazar energía que antes solo tenía como destino Europa hacia China, India y el Sudeste Asiático.
Ese proyecto es un cambio geopolítico en sí mismo, porque en las estimaciones iniciales se indica que reúne a países que representan el 60% de la población mundial, pero sólo el 30% del PIB actual. Vale decir, el cierre paulatino de esa brecha –por la reactivación económica y comercial de esa antigua zona- es un cambio de poder en la economía mundial.
En tercer lugar, China ha hecho explícito su desafío de transformarse en un poder militar global.
La concepción inicial de Mao Zedong y Deng Xiaoping fue centrarse en la unidad de China y su estabilización, tomando distancia de la disputa entre Estados Unidos y la Unión Soviética en la Guerra Fría y después ser un actor global que no aspiraba al liderazgo y prefería su neutralidad. Desde Hu Jintao, pero sobre todo ahora con Xi Jinping, China reconoce que ya no puede mantener esa prescindencia y, más aún, que debe ejercer su poder y garantizar su propia seguridad.
Todos sus accesos marítimos están expuestos a bases militares estadounidenses, no tiene cómo garantizar su flujo naviero global y hasta ahora su inversión en puertos extranjeros es básicamente civil, no militar. Su expansión terrestre por la Ruta de la Seda lo expone a la inestabilidad de esas zonas y las nuevas redes de energía desde ahí necesitan ampliar su presencia militar. Como hasta ahora, ese será un giro pausado y prudente, pero inevitable.
Todas estas
variables, en definitiva, se mueven bajo los códigos de un nuevo poder global
que tiene los imperativos de los antiguos imperios; y eso está en la matriz de
las tradiciones chinas.
[1] Eric Hobsbawn, La Era del Imperio, 1875-1914, Crítica, Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, p. 66.